Ojos de agua by Domingo Villar

Ojos de agua by Domingo Villar

autor:Domingo Villar [Villar, Domingo]
La lengua: spa
Format: epub, mobi
Tags: Novela, Policial
editor: ePubLibre
publicado: 2006-01-01T05:00:00+00:00


Sentido: 1. Que incluye o explica con sinceridad un sentimiento. 2. Se dice de la persona que se ofende con facilidad. 3. Cada una de las facultades que tienen el hombre y los animales para percibir las impresiones del mundo exterior. 4. Capacidad para apreciar alguna cosa. 5. Conciencia, percepción del mundo exterior. 6. Entendimiento, inteligencia. 7. Modo particular de entender una cosa, juicio que se hace sobre ella. 8. Razón de ser o finalidad. 9. Significado, cada una de las acepciones de las palabras. 10. Cada una de las interpretaciones que puede admitir un escrito, comentario, etc. 11. Cada una de las dos formas opuestas en que puede orientarse una línea, una dirección u otra cosa.

El sol del mediodía deshacía rápidamente la niebla otoñal amenazando con otra jornada de verano caliente. En la ría, entre la bruma, se entreveían las bateas alineadas como una escuadra de barcos fantasma.

El inspector Caldas, hundido en el asiento del copiloto, mantenía los ojos cerrados. El sonido estridente de su teléfono móvil le devolvió a la realidad.

—Dos cosas, ¿está contigo el animal de tu ayudante? —el comisario Soto, al otro lado de la línea, no parecía de muy buen humor.

—Sí —contestó Leo secamente.

—¿Sabes lo que hizo ayer por la noche?

Caldas prefería que fuese el comisario quien se lo contara.

—¿Ayer por la noche?

—Leo, si lo sabes no te hagas el tonto —ordenó—. No estoy para monsergas.

—Ni idea, comisario.

—Pues anduvo de cacería.

—¿De qué? —preguntó Caldas, como si no hubiera entendido.

—De cacería —repitió—. Tu ayudante entró en un bar de gays del Arenal, se colocó en posturas insinuantes para provocarles y pateó al primero que se le acercó. Por lo visto, debió de darle coces hasta hacerse daño en un pie, porque después se descalzó y, zapato en mano, continuó estampándole el tacón en la nariz. Parece ser que el muy maníaco amenazaba al resto de la clientela del bar con su pistola para impedir que se le acercasen y poder rematar así la faena a conciencia.

Como siempre que se trataba de Estévez, recapacitó Caldas, había algo de verdad y otro tanto de novela.

—Hace menos de media hora que se han ido dos abogados de una coordinadora de ésas —continuó su alterado relato el comisario Soto—. Quieren interponernos hoy mismo una demanda por lesiones.

—No entiendo una palabra de lo que me está contando, comisario —mintió el inspector—. ¿No cabe la posibilidad de que confundieran al agente con otra persona? Puede que no fuera él.

—¡Me da lo mismo que fuera o no fuera él! —atronó en el auricular la voz de Soto—. Estévez es un bárbaro. Acumula catorce denuncias en pocos meses. ¿Te parece normal? —Caldas guardó un prudente silencio y el comisario continuó vociferando—. Pues a mí no, Leo. Somos la policía, ¿nunca has leído lo que pone en tu placa? La po-li-cí-a, los buenos, los que persiguen a los delincuentes. Somos los encargados de mantener el orden. Para eso nos pagan, no para lanzar a las calles psicópatas agresivos de dos metros equipados con esposas y pistola reglamentaria.



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